Para conocer la Alcarria hay que ir a Pastrana. Se llega desde
Guadalajara, a través de una carretera muy revuelta, desde Armuña
pasando por Renera y Hueva, o mejor por la recta y nueva que va a
los Pantanos, desviándose a la altura de Fuentelencina. Desde
Madrid se llega fácilmente, a través de Campo Real, Villar del
Olmo, Ambite y Escariche, o por Alcalá y Nuevo Baztán.
Pastrana reúne todas las condiciones de la villa histórica y monumental que debe conocer cualquiera que se proponga disfrutar con hondura el recio sabor de la España clásica, de la Castilla eterna. Su historia resumida nos dice que fue en la Edad Media aldea de la encomienda calatrava de Zorita, y poco a poco aumentada en riquezas por la instauración de un mercado, su fortificación compacta y el establecimiento de la familia La Cerda a principios del siglo XVI, adquirida por ellos en señorío. El rey Felipe II, que varias veces acudió a Pastrana, dio el título de ducado a su poseedor mediado el siglo XVI, don Ruy Gómez de Silva, su secretario real, ya por entonces príncipe de Éboli, y a su esposa doña Ana de Mendoza y La Cerda. Construyeron un palacio y templos, conventos y fábricas, elevando a Pastrana a villa de renombre y muy poblada. La muerte, todavía joven, del duque don Ruy, hizo que su viuda la princesa de Eboli se viera envuelta en una intensa espiral de intrigas y aventuras que han hecho de ella el paradigma de la novela cortesana. Lo cierto es que la tuerta de Pastrana vivió sus últimos años recluida por la injusticia real en su palacio pastranero, donde una vez al día se asomaba a la «ventana de la hora» y miraba el plazal y los olivares, hasta que murió, sola y triste, emparedada en aquel torreón dorado.
Pastrana tuvo su Siglo de Oro con los duques y de su linaje Silva y
Mendoza granaron luego figuras y metas: Santa Teresa de Jesús y San
Juan de la Cruz visitaron y fundaron en la villa, y gentes de toda
Europa (milaneses, flamencos, borgoñones) acudieron a instalar aquí
industrias artesanales, tapiceras, sederas... Luego quedó parada y
hoy es un museo vivo, un encanto de pueblo.
El viajero visitará su Plaza
de la
Hora, una plaza de armas abierta al valle del
Arlés, escoltada de edificios soportalados, y presidida por el
palacio ducal, destinado por la Universidad de Alcalá a centro
cultural y de acogida. En él se visita su gran fachada de severas
líneas, trazada por Alonso de Covarrubias, a imitación (aunque más
sencillo) del alcázar de Toledo, con dos torreones laterales, y en
el centro una elegante portada con medallones y el nombre de la
«empresa» pintado en vieja tinta: De Mendoza y
de la Cerdaen recuerdo
de la abuela de la Éboli, que fue la auténtica iniciadora de la
construcción. En el interior destacan las salas altas, cubiertas de
hermosos artesonados de tallada madera con grutescos y tracerías
mudéjares.
La Calle Mayor de Pastrana, sombreada y
encantadora, deja ver casonas viejas, y llega a la Plaza de
la colegiata. Allí está el Ayuntamiento y se
entra por el «atrio de los poetas» (donde murió en 1973, recitando
su Alcarria entre las manos, el jadraqueño José
Antonio Ochaíta) al templo severo y un tanto desbaratado en
arquitecturas que constituye hoy la parroquia pastranera. Fue en su
origen templo románico (la nave central conserva muchos detalles de
ese estilo) pero a principios del XVII recibió una solemne
ampliación en su cabecera, dirigida por el arquitecto carmelita
fray Alberto de la Madre de Dios, que levantó un gran crucero y en
el presbiterio mandó poner un magnífico retablo de pinturas con
mártires, obra pictórica de Matías Jimeno. Bajo ese espacio se
encuentra la cripta donde se conservan, en urnas de mármol y nichos
de piedra, los restos mortales de todos los Mendoza: desde el
marqués de Santillana a la princesa de Éboli y muchos
más.
En la colegiata merece visitarse, sobre todo,
el Museo que ofrece una impresionante
colección de obras de arte, únicas y sorprendentes. Entre ellas
destaca el conjunto de los seis tapices borgoñones de las
conquistas africanas de Alfonso V de Portugal. Son piezas de telar
de alto lizo fabricadas en algún lugar del norte de Francia o sur
de Bélgica, sobre cartones que se han atribuido a Nuño Gonçalves,
aunque puede haber sido su autor Dierick Bouts, y en ellos se
narran, de forma secuencial, las empresas guerreras de la corte
portuguesa de finales del XV (Alfonso V y su hijo el príncipe Juan)
conquistando a los moros las plazas de Arcila, Alcázar Seguer y
Tánger.
En el Museo destaca el conjunto mortuorio, en madera de ébano, para
las exequias del Príncipe de Éboli; múltiples pinturas y
esculturas, piezas de orfebrería, eboraria y tejidos, libros y
muebles. Imprescindible su visita.
Y aún por Pastrana cabe mirar otras cosas. La plaza con la fuente
de los Cuatro Caños es sencilla y
típica. Desde allí se suben las estrechas callejas que llevan, de
una parte, alconvento de San Francisco, del que
queda la iglesia (sede ferial en primavera de la Miel y el Turismo)
renacentista, y el claustro, todo en ladrillo. Se sube también
la calle de la
Palma, con su caserón de la Inquisición, sus
palacios de caballeros calatravos, y al fin el Colegio
de San Buenaventura, sede de los niños cantores de la
colegiata, hoy dedicado a alojamiento rural.
Todo en Pastrana es evocador y hermoso. Cualquier recorrido que se
haga por sus viejas y empinadas calles sabrá a mucho, y desde la
Plaza de San Avero, donde se encuentra elConvento de San
José, fundado por Santa Teresa, hasta el Albaicín, que
sirvió para alojar a los moriscos acopiados por don Ruy tras la
guerra de las Alpujarras, el viajero encontrará palacios,
sombreadas plazas, estrechos pasadizos y altos aleros tallados. Un
mundo clásico que evoca sin equívocos la vieja España.
En las afueras, hacia el Tajo, el Convento de San
Pedro, que fue de Carmelitas descalzos renovado por Santa
Teresa y San Juan. Allí se admira la iglesia, precioso espacio
creado por el arquitecto fray Alberto de la Madre de Dios, en el
siglo XVII; el Museo de recuerdos
carmelitanos, con impresionantes piezas de pintura y escultura,
toda una galería inacabable de recuerdos teresianos;
el Museo de Arte Orientalista; y las ermitas
y cuevas donde los santos carmelitas hicieron cenobitismo activo y
fraguaron milagros de consideración: zarzas sin espinas, cuartos
cubiertos de calaveras, etc.
En el camino a Pastrana desde Guadalajara, el viajero atravesará hermosos lugares de la Alcarria Baja. Por Horche puede parar a mirar los horizontes largos del arroyo Matayeguas, que se extiende a sus pies, y en la villa se entretendrá en saborear el encanto de su Plaza Mayor soportalada. Más allá llegará a Tendilla, donde se hace obligada la parada para contemplar uno de los más impresionantes conjuntos urbanos de toda la Alcarria. Tendilla consiste en una calle ancha, de casi un kilómetro, soportalada a ambos lados, en los que de vez en cuando surgen edificios singulares como el palacio de los López de Cogolludo y su anejo Oratorio de la Sagrada Familia; la iglesia parroquial de ingentes proporciones con la imagen de la Virgen de la Salceda (pequeña como un dedo índice) en su altar mayor, y la portada del monasterio franciscano que, ya en ruina total, se puede ver en lo alto de la cuesta que va a Peñalver. En los alrededores, al final de un parque cuestudo, el viajero puede subir a las ruinas del monasterio jerónimo de Santa Ana, donde los condes de Tendilla pusieron a principios del siglo XVI todo el lujo del Renacimiento, que los siglos (y sus aliados los ignorantes) se han encargado de borrar a modo.
Ya en la altura, el camino se desvía
a Peñalver, donde merece visitarse la
parroquia de Santa Eulalia, con portada plateresca y gran retablo
de pinturas de primitivismo castellano en su interior. Y
a Fuentelencina, donde además de una
encantadora plaza mayor con Ayuntamiento de soportaladas galerías,
se puede visitar la iglesia y en ella maravillarse ante el retablo
mayor, quizás el más impresionante y multicolor de toda la
Alcarria.
Desde Pastrana hacia el sur se baja al valle del Tajo. Allí, tras
cruzarlo junto a la Central Nuclear «José Cabrera», se llega
a Zorita de los Canes, el enclave de
evocaciones medievales en el que hoy se ve, en ruinas pero digno,
el gran castillo de la Orden de Calatrava. Atravesando un arco de
la muralla inferior, se entra al pueblo, de estrechas callejas, y
puede subirse con comodidad, por detrás del cerro, hasta el
castillo, en el que la evocación del Medievo es fácil. Porque la
estructura de esta gran alcazaba se conserva íntegra: sobre un
desmesurado peñón de piedra caliza asienta la muralla exterior del
castillo, con un portón de doble arco que nos lleva hasta la
iglesia calatrava, recinto de una sola nave, bóveda de cañón,
ábside semicircular y pequeña cripta donde se veneró durante siglos
la imagen de la Virgen del Soterraño. Quedan diversos recintos
visitables, como la sala del moro con bóveda
atrevida, y pasadizos que llevan hasta la terraza que construyeron
los Silva, señores de Zorita en el siglo XVI, y desde la que se ve
solemne el paso del río Tajo. A lo lejos, hacia el sur, se
vislumbra la silueta de la antigua ermita de Nª Srª de la Oliva,
que realmente fue basílica visigoda, templo principal de
la ciudad de Recópolis, hoy en excavación y
que muestra a las claras la grandiosidad de este burgo real, todo
ello visitable sin esfuerzo.
Por la carretera de Pastrana a Tarancón se sigue
visitando Almonacid de Zorita, enclave de
interesantes edificios, restos casi completos de muralla, templo
parroquial de grandes dimensiones y curiosa portada gótica, más la
ermita de Nª Srª de la Luz, en el centro del pueblo, junto a un
caserón que fue convento de jesuitas, y que conserva su estilo
barroco. Es aún visitable el monasterio de la monjas
concepcionistas, de templo renaciente, y junto a él un humilladero
de recias dimensiones. Más al sur aún, Albalate de
Zorita ofrece de curioso el templo parroquial, con
una portada de sorprendente decoración gótica, un interior
renacentista solemne con magnífico retablo dedicado a San Andrés,
pila bautismal covarrubiesca, y una fuente comunal grandiosa, con
diez caños por donde solemne sale el agua preñada de luz. En su
frente, el escudo de la villa hace alusión a la aparición de la
Cruz del Perro, y en las afueras, bien indicada, está la ermita de
Cubillas, de estilo románico en su portada y muros, que hoy sirve
de cementerio.
Desde el puente sobre el Tajo se toma la carretera que sube a
Sacedón, y así puede visitarse
primeramente Sayatón, con estupendos paisajes
junto al río; las ruinas del Desierto de
Bolarque, en excursión de todo un día que permitirá hacer
senderismo del bueno, y contemplar en la boscosa orilla derecha del
Tajo las viejas ruinas del Desierto Carmelitano y sus numerosas
ermitas. Más arriba del río, no hay que dejar de visitar el
castillo de Anguix, el más espectacular por su situación de toda la
provincia.
Desde Pastrana puede viajarse a la Alcarria baja, y en ella visitar
primero Almoguera, con sus calles amplias en las que aparecen
algunos palacios blasonados, y sobre la plaza, vigilante, el cerro
donde asentó el castillo, hoy remedado con un parque. Subiendo el
vallejo se pasa por Albares, también con
importante templo del siglo XVI y amplia plaza con palacio, y se
llega a Mondéjar, la cuna del Renacimiento,
villa muy poblada y con algunos elementos patrimoniales que merecen
ser admirados. Entre ellos, la gran iglesia parroquial dedicada a
la Magdalena, en la plaza mayor soportalada. Dos portadas de
renacimiento puro, debidas a los arquitectos Adonza, padre e hijo,
y una torre cuajada de escudos mendocinos, envuelven el interior en
el que sorprende la grandiosidad de sus tres naves cubiertas de
bóvedas de crucería, el coro a los pies, sobre amplio arco
escarzano, y el retablo mayor, rehecho en tiempos recientes, copia
exacta del que existió en el Renacimiento. Es Rafael Pedrós el
autor de sus pinturas excelentes. En Mondéjar se visita además la
ruina del monasterio franciscano de San Antonio, que fue uno de los
primeros edificios construidos en Castilla en estilo renacimiento
italiano. Su autor, el arquitecto de los Mendoza Lorenzo Vázquez, y
su portada, extraordinaria, es monumento nacional. Poco más lejos,
sobre una eminencia, se levanta la ermita de San Sebastián, o del
Cristo, en cuya cripta semisubterránea se ofrece el espectáculo
inaudito de los judíos, una colección de más de cien
figuras en las que, en cartón piedra, se representan escenas de la
pasión de Cristo.
También en las cercanías de Pastrana, en su ámbito alcarreño, puede
visitarse el valle del río Tajuña, y por él pasearse pueblos
como Aranzueque, con su plaza típica y su
templo renacentista con curiosos detalles
escultóricos; Loranca de Tajuña, colgando del
cerro, con un templo del siglo XVI muy homogéneo, obra de
Bocerráiz, y en lo alto las ruinas del convento jesuita de Jesús
del Monte. Ya en la altura alcarreña, entre planicies cubiertas de
cereal, surge la silueta valiente y perfecta del castillo
de Pioz, que construyera en el siglo XV el
Cardenal Mendoza, y que tras siglos de abandono aún ofrece completa
y evocadora la estructura de una fortaleza castellana: foso y
apoyos para el puente levadizo. Defensa externa sobre talud, y
cuerpo principal, cuadrado, con torres circulares en las esquinas
más la gran torre del homenaje al oeste, todo ello con sus saeteras
cruciformes, sus pasos de ronda en la muralla externa, su poterna
posterior, etc. Un edificio que nos trae sin esfuerzo la evocación
medieval en plena llanura de la Alcarria.