A Brihuega la llaman «el jardín de la Alcarria». Se llega desde Guadalajara por la autovía de Aragón, desviándose en Torija, y muy pronto se alcanza el hondón del valle del Tajuña, donde se ofrece Brihuega altiva y enamorada. La luz del valle, que es intensamente verde en primavera y dorado al cabo del verano, permanece todo el año, y en el otoño tiene encendidas las velas de sus choperas, dejando en el invierno que la ceniza de tanto fuego se estremezca en las heladas madrugadas de neblina. Esta visión del valle es la que tendrá, vaya cuando vaya, el viajero desde el mirador de Santa María. La decidida belleza de la Alcarria se condensa en este lugar, en esta villa a la que también llaman «la roca del Tajuña» por estar asentada sobre la gran peña bermeja que la hizo fuerte y señora.
El significado de su nombre, Brioca en las crónicas antiguas, es el
de «peña fuerte», lugar fortificado. Ese fue su sentido estratégico
desde que la poblaron los iberos muchos siglos antes de Cristo.
También los romanos hicieron en ella población, y los árabes
alzaron ya su castillo, siendo territorio predilecto del rey taifa
de Toledo, al-Mamún. La conquista por las armas cristianas se
produce en la ofensiva general de 1085 cuando Alfonso VI conquista
Toledo y toda la cuenca del Tajo. Es donada enseguida en señorío a
los obispos de Toledo, que aquí ponen no solo su autoridad, sino
gran interés en hacer crecer la población, para acompañar a su gran
castillo de residencia temporal generalmente veraniega. La villa de
Brihuega conoce un gran desarrollo durante la plena Edad Media, sus
ferias centran la economía de la comarca, y se despliega la enorme
muralla que salvaguarda esa riqueza y la hace indiscutiblemente
preeminente entre todas las aldeas del contorno. Los obispos no
dejaron de ayudar al burgo, levantando iglesias y promocionando
industrias para dar ocupación a los pobladores. En el siglo XVI hay
un cambio temporal de señorío, que vuelve a la Corona, y en el
siglo XVIII, tras haber sufrido un duro asedio en la Guerra de
Sucesión, y ver entrar victorioso dentro de sus muros al rey Felipe
V, el primer Borbón en España, se levanta la Fábrica de Paños que
la daría fama durante siglos, y sobre todo de comer a sus
habitantes.
En Brihuega hoy queda solo el resplandor de aquellos siglos, y una
oferta turística que permite pasar el día recorriendo sus calles
cuestudas, admirando sus monumentos religiosos y civiles, y mirando
el valle del Tajuña desde Santa María, asombrándose de la luz que
derrocha el paisaje. Aunque no es lo primero que el viajero ve, en
Brihuega deben admirarse sus murallas, muy
bien restauradas, y algunas de las puertas que las atravesaban,
como la de la
Cadena, que da frente al parque umbroso de
María Cristina, y la de Cozagón, por donde se
entraba cuando los viajeros venían de Toledo, y que junto a la
plaza de toros muestra su estructura medieval de arcos elevados
dando paso a un espacio cerrado por muros.
En punto a iglesias, Brihuega ofrece algunos edificios singulares.
El mejor es sin duda el templo dedicado a la
patrona, Nuestra Señora
de la
Peña. Dentro de un espacio cerrado, que fue
albácar del castillo moro y cristiano, y
al que llaman «prado de Santa María», se alza este edificio
construido en el siglo XIII por orden del arzobispo toledano
Rodrigo Ximénez de Rada. Tras su portada norte, que sirve de acceso
bajo un atrio breve, y que ofrece una bella constitución a base de
arcos apuntados y profusa decoración vegetal, se entra en el
recinto de tres naves y ábside semicircular y profundo. La visión
del interior admira por lo conjuntado de su arquitectura, que es de
un gótico incipiente, muy cargado aún de iconografía en sus
capiteles. En el altar mayor está la imagen románica de Santa María
de la Peña, una talla «negra» que según la leyenda se apareció a la
princesa mora Elima en un recoveco de la roca rojiza sobre la que
se apoya la iglesia. Se baja a la cueva por una escalera exterior,
y allí se encuentra una pequeña capilla con talla moderna de María
y un pavimento acristaldo que señala el lugar de la
aparición.
Por Brihuega quedan todavía para admirar los templos
de San Miguel, de portadas de transición
entre el románico y el gótico, con ábside y torre de tradición
mudéjar, y el de San Felipe, en la parte
alta, que es realmente un templo hermoso, con portadas magníficas
del mismo estilo transicional, y un interior de tres naves,
estrechas y altas, solemnes, con un final presbiterio lleno de
encanto litúrgico. Es medieval todo, piedra y silencio.
Además verá el viajero el castillo de
origen moro y ocupación cristiana, arzobispal. En lo más alto del
caserío, sobre otro bloque rocoso, destacan sus muros, su patio
central hoy ocupado de tumbas y sus recintos adyacentes que sirven
de cementerio. Lo mejor de todo, la capilla que los arzobispos
construyeron en estilo gótico muy elegante, está siempre cerrada.
En el recinto del prado de Santa María, cerrado por la muralla que
formaba el patio de armas castillero, encontrará el viajero una
fuente, una avenida de plátanos gigantescos,
la capilla del Cristo, profunda y larga
cubierta de una bóveda de medio cañón, la entrada al castillo y la
fachada de la iglesia de Santa María, el
antiguo convento de franciscanos, hoy Escuela
de Restauración, y
la Casa de los
Gramáticos, todo ello expuesto al mundo por
sendas puertas abiertas en la recia muralla. Un lugar
irrepetible.
En Brihuega debe admirarse además la Plaza
Mayor, el «coso» que llaman, con su Ayuntamiento, sus
casas típicas, las dos fuentes gigantescas y la
antigua cárcel (hoy biblioteca) que
mandó construir Carlos III. En lo alto de la villa, la masa inmensa
de la Fábrica de
Paños, tiene de interesante su fachada
neoclásica, su edificio
de «la
Rotonda»donde se realizaban siglos atrás
todas las tareas propias de la fabricación de paños, y sobre todo
los hermosos jardines que construyera
don Justo Hernández Pareja mediado el siglo XIX y a los que se
llama versallescos aunque en realidad son unos encantadores
vericuetos que dan alegría, verdor, sonido de aguas y olor a boj en
medio de la secarrera de la Alcarria.
Los viajeros que gusten de emociones fuertes deben venir a Brihuega
en el verano, concretamente los días de la fiesta en honor de la
virgen de la Peña, mediado agosto. Tiene lugar entonces el
«encierro de Brihuega» que consiste en correr los toros de lidia
por las empinadas calles, y soltarlos al campo hasta la noche, o el
día siguiente, en que ya recogidos en el «corral de San Felipe» son
nuevamente corridos hasta la Plaza de Toros, donde se lidian y
matan.
Antes de arribar a Brihuega, el viajero habrá parado
en Torija, para admirar una vez más la
hermosa plaza mayor, en la que destaca el gran castillo que fue de
los Mendoza, entre otros, y que hoy restaurado ofrece sus altos
muros de piedra, su estampa valiente y digna, su Torre del Homenaje
donde se ofrece el Museo del «Viaje a la Alcarria» de Camilo José
Cela, con fotos y recuerdos personales del autor de este libro
único. En la iglesia parroquial de Torija se admira su arquitectura
renacentista, con los enterramientos presbiteriales de sus
vizcondes, los Mendoza Suárez de Figueroa, y una gran profusión de
escudos enormes, policromados, sobre muros y bóvedas. Luego se
seguirá camino porFuentes
de la
Alcarria, espectacular enclave puesto sobre
una estrecha peña, y rodeado del hondor del arroyo Matayeguas, con
una picota a la entrada, restos de su castillo, y templo parroquial
dedicado a Nuestra Señora de la Alcarria. Ya en el valle, el
viajero admirará lugares tan típicamente alcarreños
como Valdesaz y Caspueñas,
con sus caseríos rodeados de arboledas, hortales, y cuestas
preñadas de chaparros, olivos y luz, siempre la luz rodando por las
abiertas riberas de la Alcarria.
Desde Brihuega puede hacerse una agradable ruta bajando junto al
Tajuña. Pasada la estrechez del río donde se alza, romántico, el
edificio de Nueva Brahjamandala que hoy es sede de la fe
Hare-Krishna en España, se llega a villas
como Romancos, en que destaca su iglesia de
portadas de aire gótico, de grandes capiteles y oscuras gollerías
talladas; como Tomellosa, en la que luce su
plaza mayor y el Ayuntamiento de tradicional estructura
soportalada, más la iglesia paroquial con arquitectura renacentista
y retablo de la época; como Balconete, ya en
la altura, que ofrece su larga calle mayor retorcida y cuajada de
edificios típicos, a los que se añade el templo parroquial, ocupado
el muro final de su presbiterio con un espectacular retablo de
pinturas, del siglo XVI, y una capilla dedicada a la Inmaculada con
una estupenda talla de la titular. Al final del pueblo está la
picota que proclama su título y capacidad de villazgo: es gótica y
de las mejores de la Alcarria. Todavía siguiendo el río podemos
admirar el pueblecito de Archilla, y desde lo
profundo del valle admirar Valfermoso, en la
altura, cerca del cual parte la carretera que va a recorrer otro de
esos encantadores e íntimos valles alcarreños, el de San Andrés,
por el que subiremos despacio admirando sus pueblos, que
son Romanones primero, con recuerdos de
antigüedad romana cono su propio nombre
proclama; Irueste, de agradable visión en
cuesta; Yélamos de
Abajo y Yélamos de Arriba, dos
hermanados y singulares enclaves en los que verá el viajero todo lo
que en la Alcarria busca: plazales umbrosos, castilletes derruidos,
picotas de villazgo, fuentecillas y huertos regados por el río
entre densas manchas de orondos nogales, que aquí producen la mejor
nuez de la comarca. Finalmente, ya casi en la altura de la
meseta, San Andrés del Rey, con su templo de
raíces románicas.
Si desde Brihuega tomamos el camino, también junto al río Tajuña,
que nos lleva hacia el norte, aguas arriba, nos encontraremos con
lugares encantadors como el rincón de Cívica,
una curiosa finca en la que surge a veces el agua de la caliza y
porosa roca, y en la que sus dueños (monjes dicen que fueron en
tiempos muy remotos) construyeron pasadizos, balconadas, cuevas y
miradores. Poco después se llega
a Barriopedro, mínimo lugar que ofrece la
portada románica de su templo; más arriba
a Valderrebollo, con su gran plazal en el que
luce la picota, un escudo de la Inquisición, y un templo de
portalada románica muy pura; llegamos, finalmente
a Masegoso, con un pequeño museo de tema
agrícola, y desde allí tomamos la carretera que sigue acompañando
al río hasta El Sotillo, donde se admira en
la iglesia a la Virgen de Aranz, a la que unos pastores (no hace
falta decir que eran vascos) encontraron junto a un espino; un
paraje encantador que requiere paseo a pie y que llaman «los
frailes» porque tiene unos roquedos enhiestos y oscuros sobre las
praderas húmedas; y finalmente Las Inviernas,
ya en la meseta alcarreña más alta, con una portada románica
interesante en su iglesia.
También desde la parte alta de Brihuega debe hacerse otra breve
ruta que discurre por la meseta cerealista de la Alcarria, casi
paralela a la autovía de Aragón. Primeramente se pasa junto al
monolito que se colocó a principios del siglo XX en recuerdo del
lugar donde se produjo la batalla
de Villaviciosa, definitivo y terrible
encuentro militar entre los ejércitos de Vendôme (el francés
ganador) y Stanhope (el inglés/austríaco perdedor) que selló la
Guerra de Sucesión en 1711 y puso en el trono de España a la
dinastía borbónica. Pasando al pueblo, encontramos de notable una
pequeña iglesia con trazas románicas, al menos en su ábside, y las
ruinas del que fue gran monasterio de San Blas, de la Orden de San
Jerónimo, y del que solo pervive una alta torre y una portalada
barroca que servía de ingreso al templo. Siguiendo la llanada se
alcanza Yela, un pueblecillo que fue
reconstruido tras la Guerra Civil española, y que parece estar
centrado por su iglesia parroquial, un extraordinario edificio de
estilo románico, muy completo aunque muy restaurado: su galería a
sur y poniente, su gran puerta de arquerías semicirculares, su
ábside y su espadaña, dan la clave de una arquitectura pura y
medieval perfecta. Por Hontanillas se
alcanza finalmente la autovía de Aragón.